30 de septiembre de 2019
Había perdido mi camisa
que se quedó en algún hotel de paso.
Tres días con sus tres noches
sin probar alimento.
Mi angustia iba en aumento
de momento a momento.
No había estado jamás en una cárcel;
no había matado a nadie
ni lleve a cabo algún asalto;
nunca intenté violar
ni siquiera una hormiga,
pero tenía miedo, ¡mucho miedo!
Sostuve un altercado
violento, de palabras,
a causa de creencia y convicciones:
que si la Gloria, y el Infierno
existían, o eran puras ficciones…
Mi adversario me dijo:
eres un descreído.
y vas a pagar caro.
mañana mismo te denuncio.
Aquello no era juego. Se sabía
que el Santo Oficio ya operaba,
le habían restituido sus poderes.
Vivíamos una época de pánico:
la vigilancia, por doquiera,
y la persecución.
El poder represivo
no era solo exclusivo
de los agentes policíacos
o las judicaturas.
Ya cualquier vigilante
de un almacén de abasto,
de sucursal bancaria,
de dependencias oficiales,
de puertos y aeropuertos;
conserjes de institutos,
de bibliotecas o museos,
estaba habilitado
para imponerte arresto.
Todo eso ya ni te alarmaba
porque no era lo más descabellado.
Lo grotesco y monstruoso,
era que hasta las beatas,
y, no se diga un sacristán,
en nombre de la iglesia
podía ordenar que te impusiera
castigos y tormentos.
¿Pero dónde encajaba
en todo esto, el miedo
por haber extraviado mi camisa?
El pánico bailó dentro de mí
porque sabía que mi voz,
igual que mi estructura pupilar,
además de mi imagen,
ya figuraba en los archivos policíacos.
Ahora el agentazgo,
si no era por mi imagen pupilar,
si no era por mi voz,
podía identificarme por mi olor
guardado en recipientes de cristal,
conservados en refrigeración.
De ahí
a la digitalización.
Era posible, entonces,
localizarme en cualquier sitio,
tras de lo cual vendría mi captura,
el consiguiente juicio,
y finalmente la condena:
décadas en mazmorras,
lisiado por los golpes, las torturas;
tal vez enloquecido
por los castigos refinados,
pero igual de brutales
que el puntapié en los testículos
o la inmersión en excremento.
Perspectiva dantesca.
Todo, por no creer en el infierno,
en el del más allá,
pues el de aquí
no precisaba descripción:
los mismos represores, sutilmente,
te lo hacían conocer:
los periodistas relataban
lo que informaba el torturado.
El poder los dejaba.
Así le convenía:
si temes no te arriesgas
aunque se trate de derechos
que han sido conculcados.
Dominar, controlar por el miedo.
Es el medio y el fin.
Pareciera que esto
queda en pura ficción.
En parte, tal vez sí.
Pero es una verdad
que tu pupila y que tu voz,
tu propio olor,
ya son tus enemigos
porque te pueden delatar.
Estás en los registros policíacos
o pronto lo estarás.
Culpable o no culpable,
si alguien un día te acusa,
no podrás escapar,
pues en cualquier retén,
en cualquier puesto de control,
está tu ficha signalética:
-Usted, ¿cómo se llama…?
Tu delataste con tu voz
-Mire esta pantalla:
Te traicionó allí tu pupila.
Y, la culminación:
te delato tu olor
lo dice el detector.
Ricardo Montes de oca, Café Zarabanda, Puebla, Pue., 5-6-07