05 de agosto de 2023
El mundo iluminado
Los profetas surgen en tiempos de crisis. La palabra “profeta” significa: “el que habla anticipadamente”, pues un profeta tiene el don de predecir el futuro. Considerando que nosotros vivimos en tiempos de crisis, ¿aceptaríamos la posibilidad de que un profeta, o varios, estuvieran entre nosotros? Cuando la globalización inició en el siglo XX, era difícil, si no es que imposible, predecir sus efectos, tanto benéficos como negativos. La globalización favoreció los intercambios culturales, la disminución de las fronteras y el conocimiento del mundo, pero también acentuó en las élites un sentimiento de ambición causado por las nuevas leyes del libre mercado. Del siglo XIX y hacia atrás, el flujo económico era lento y limitado, pero a partir de la apertura de las fronteras en el siglo XX, el movimiento y búsqueda del dinero se aceleró de tal forma que hoy es imposible de controlar; tanto ricos como pobres ambicionan una riqueza sin sentido, causa ni proporción. Esta es la sociedad del tener para parecer, pero sin ser.
Nadie, salvo los profetas, habría pensado que el hecho de estar todos interconectados por medio de la tecnología causaría un declive social como el que atestiguamos hoy en día. La música de nuestro tiempo es nefasta, a tal punto que muchas de las veces ni siquiera requiere de músicos para componerse (¿o será para descomponerse?). Con los deportes sucede lo mismo, el objetivo, antes que la salud, es convertirse en un anuncio ambulante de un sinfín de marcas. La educación es también una simulación: los niños de seis años no saben escribir y los de doce años no saben contar, ni qué decir de los universitarios que siempre están cansados, enfermos o indispuestos cuando es momento de aprender aquello que supuestamente eligieron por su libre y espontánea voluntad. Y los profesionistas, políticos y ministros religiosos no se salvan de la degradación moral, física y espiritual, pues todos tienen por deidad al global becerro de oro.
La mayoría de las personas acepta estos comportamientos condenables porque viven con la consigna de que “la vida así es y punto”, pero la vida así no es, más bien, así la hemos hecho al aceptar que fueran las élites, y no cada uno de nosotros, quienes decidan los objetivos a perseguir durante nuestra efímera existencia. De repente, hay momentos en los que nos alertamos por la creciente violencia social; en que nos preocupamos de que los niños sean cada vez más frágiles, perezosos e incompetentes; o de que los adultos adopten comportamientos casi automáticos que los llevan a no hacer otra cosa que no sea ir y venir de la cama al trabajo y del trabajo a la cama; pero este alarmarse es hasta cierto punto hipócrita, pues somos nosotros los únicos responsables de la violencia, de la incompetencia y del automatismo con que vivimos.
Las élites, las marcas, los ministros y los políticos nos dicen qué pensar, cómo vestir, qué comer, en qué creer, en pocas palabras: cómo vivir, y siempre lo hacen tomando como referente a
los países más desarrollados, y cuando esas realidades que nos son tan ajenas intentamos imitarlas en contextos como el nuestro en el que la pobreza es un problema creciente, el individuo no puede sino sentirse totalmente desubicado de la realidad y con un ansia de satisfacer modos de vida que son al mismo tiempo absurdos como inalcanzables.
Resulta muy interesante que en este contexto de degradación en el que estamos, y en el que las convicciones espirituales son casi ausentes, la figura del profeta se mantenga absolutamente vigente y esto lo atestiguamos con un singular documento que lleva por título Las nueve cartas de Cristo, documento que apareció, por lo poco que se sabe, en la transición del siglo XX al XXI en un lugar desconocido y gracias a un autor anónimo que se hace llamar a sí mismo “el canal”, pues este autor anónimo es un canal mediante el que Cristo nos transmite no su nuevo mensaje, sino la continuación del ya conocido. El Cristo que a través de este Canal anónimo transmite sus enseñanzas no es de carne y hueso, ni es masculino ni femenenino; la palabra “Cristo” significa “ungido”, que podríamos entender como “elegido”. Es este Cristo impersonal que no representa a ninguna religión, dogma ni ideología política el que habla en cada una de las nueve cartas que misteriosamente aparecieron hace aproximadamente unos treinta años. Las cartas son variadas en sus temas, pero se centran en dos aspectos: el de la corrupción social de nuestros días y el de las vías de salvación, la cual nada tiene que ver con lo que suele imaginarse de ella, es decir, la salvación que en estas cartas se propone no se acompaña por el castigo, no amenaza, no prohíbe la unión sexual, no condena, no segrega, es una salvación que busca ser pura y asequible a todos por igual. Leamos unas líneas de la primera carta:
«Habla Cristo: Tu consciencia personal es la única responsable de todo lo bueno y malo que llega a tu vida. Desde el siglo XX, las personas han puesto en marcha una nueva amenaza: la consciencia egocéntrica mundial. Esta infección mental se manifiesta primero como modos egocéntricos de vida y luego en la creación de artilugios tecnológicos que repercuten en desórdenes de la salud, cambios climáticos, la extinción de especies y las matanzas masivas. Un círculo vicioso de malignidades, pensamientos y actividades pervertidas ha sido creado por los magnates del espectáculo y de los medios. El propósito es capturar el interés de un público egocéntrico. ¡No hay castigo desde arriba! Cada quien atrae su propio castigo. Reza con sinceridad para recibir la iluminación verdadera, no sigas más las falsas religiones. Mientras te llega la iluminación, enseña, demuestra y vive el amor fraternal con toda la fuerza del alma, corazón y mente, minuto a minuto, en tu vida cotidiana.»
¿Quién escribió estas nueve cartas? ¿En dónde y por qué aparecieron? Nadie lo sabe. Son obra de un profeta desconocido que repercutirá más en las generaciones venideras que tendrán que resolver el daño que nosotros hemos hecho al mundo por entregarnos a la infección mental.