21 de marzo 2021
El árbol de la vida está
cada vez más sin hojas,
cada vez más escuálido.
En las noches de lluvia
cuando las nubes sueltan
sus líquidas cortinas,
cuando el goteo es uniforme,
el árbol se pregunta
si eso será por siempre,
o vendrá alguna tregua
iluminada por el sol.
Qué puede ser responderse,
si desde el estallido
del hongo gigantesco,
los procesos vitales
quedaron contra la pared.
Sobre ellos deciden
autómatas que portan
antiparras oscuras;
en la ropa, entorchados,
y en el cerebro llevan
como obsesión, delirio
y locura malsana:
el hueso cráneo
con las cuencas vacías
y las tibias, que adornan
como remate, esa escultura,
antítesis de vida.
Por contraparte, en el silencio
que enmarcan los sonidos
suaves y pertinaces,
el ramaje del árbol se convierte
en conductor de savia
que abonará los humus
quietos y resignados.
Las gotas se deslizan
con su talante melancólico
por sobre el terciopelo de las hojas;
van por el enramado,
se escurren por el tronco,
que todavía resiste
y se aferra, furiosa
con sus enormes dedos
a la tierra, la madre,
la que ya grita: ¡sálvenme!
Entre el rumor del cortinaje
que brilla fugazmente
a la luz mortecina
de algún relámpago furtivo,
va, por entre la hierba,
por sobre los doseles,
y peinando la grama,
el soplo palpitante
que anima al habitante
del prado y de los bosques.
Es el deseo desesperado
de aspirar, succionar,
beber, introducir por cada poro
el hálito de vida, para el cual,
por el cual, todos están presentes:
el árbol y la hierba,
la grama y la corola,
el espino y la hoja,
la semilla y el polen.
Prestos están, sin condiciones,
a confluir en comunión
con la intención
de dar soporte a lo que ha sido,
y es, la razón
de estar haciendo guardia
por siglos y milenios
bajo el cielo estrellado,
bajo el cielo nublado,
bajo el cielo alumbrado
por el que da
a esos habitantes,
la luz
para que luego se convierta
en el verdor
con el que adornan
los prados y llanuras,
las crestas de los montes,
las extensiones de la tundra,
las latitudes tropicales.
Prestos están, pero no pueden
resistir, sin dolererse,
la podredumbre que permea
el manto en que se hunden,
desesperados y frenéticos,
los dedos de los que hacen
posible la frescura,
y el color de los prados.
Hay voces, hay lamentos,
hay intención de auxilio.
Pero los que se asumen
señores de la tierra,
decidores de la palabra decisiva,
se regodean en sus babeles:
torres inteligentes
que reciclan el aire,
disipan los olores,
transforman los calores
en clima, tan sedante
que crea la sensación
de habitar en un útero gigante.
Esos señores, fabricaron
Un mundo a la medida
De sus deseos y fantasías.
Por eso, no perciben
el rumor moribundo
de golondrinas y canarios,
del oso y del castor,
de los leopardos imponentes,
de los hieráticos rinocerontes;
de los solemnes elefantes,
los gregarios bisontes.
No los escuchan, no los oyen.
Ya se verán, cuando las flores
de sus jardines elegantes,
marchitas, decaídas,
sin emitir ningún lamento
digan: se terminó.
Si el árbol de la vida ya declina,
no habrá más.
Ricardo Montes de Oca, The italian coffee,Puebla Pue, 25-5-07