18 de marzo de 2023
El mundo iluminado
La apatía se extiende, sin demora, en todos los corazones humanos y por ello es fácil encontrar entre nosotros a adultos amargados y a jóvenes aburridos que cuando avancen en edad también estarán amargados. La apatía es la incapacidad de emocionarse, de asombrarse, de encontrar un atisbo de novedad en el día a día. La sociedad de hoy es apática porque es más individualista que la sociedad de ayer y ello se debe a que la tecnología que originalmente fue creada para ser utilizada por nosotros, terminó utilizándonos a su conveniencia. La apatía se extiende a prisa en todos los corazones humanos, pero como estamos amargados o aburridos no nos damos cuenta.
Somos apáticos porque no hemos entendido que somos finitos y que un día habremos de morir. La apatía nos hace despreciar lo que tenemos, así como ignorar a quienes nos rodean. Es por la apatía que los padres de hoy no se percatan del irrepetible crecimiento de sus hijos y es por la imitación de esta apatía que los hijos, conforme van creciendo, se van aburriendo más y más del mundo en el que viven, el cual consideran pequeño, pero lo cierto es que lo único estrecho son sus mentes. Qué diferente serían nuestros días, si entendiéramos de una vez que estamos llamados a morir; comprender esto a tiempo nos evitaría la pena de querer aprovechar lo que tenemos hasta que lo vemos casi perdido. Lo que se va no regresa, pero esta verdad la entendemos hasta que todos se nos han ido, y entonces no sólo nos quedamos amargados, sino que también, solos. La consciencia de nuestra finitud, nos salva de toda contaminación de apatía.
Entre los varios recursos de los que podríamos hacernos para sanar la apatía, está el del budismo, el cual considera que en la existencia humana hay cuatro verdades innegables: la primera es la verdad del sufrimiento, aquella que nos dice que hagamos lo que hagamos no podremos salvarnos de sufrir, pues la vida es una experiencia en la que el dolor va de por medio; advirtamos aquí que lo anterior no significa que la vida sea dolorosa, sino que hay dolor en la vida. La segunda verdad es la de la causa del sufrimiento, es decir, aquella persona que busque sanar la apatía, que desee curarse de la amargura y suprimir el aburrimiento, deberá de hallar la fuente del dolor que padece y, una vez cumplido lo antes dicho, deberá de atender a la tercera verdad, que es escudriñar en la eliminación del dolor. En resumen, si un dolor nos aqueja (puede ser existencial o físico) es obligatorio, para quien busque salvarse, examinar la causa del dolor y descubrir la vía de su eliminación, y una vez hecho se alcanzará la cuarta verdad: la libertad.
Cuando el budismo habla de libertad, no quiere decir que con la conquista de ésta uno deje de sufrir, en lo más mínimo, sino que el sufrimiento se padece de una forma diferente, con una perspectiva menos condicionada. Las cuatro verdades del budismo se le revelaron a Buda en una ocasión en que, luego de haber comido arroz y de haber sido abandonado por los que decían ser
sus amigos, se acostó debajo de un manzano para dormir. Buda experimentó, en esa noche, cinco sueños que lo condujeron al camino del despertar espiritual; los sueños fueron los siguientes: en el primero, se vio extendido por todo el océano; en el segundo, vio cómo una enredadera le crecía en el ombligo llegando hasta el cielo; en el tercero, percibió unas larvas blancas que le subieron por las piernas y se asentaron en sus rodillas; en el cuarto, cuatro aves de colores se posaron en sus pies, haciéndose blancas al instante; en el quinto sueño, caminó sobre un montón de excremento, pero sin ensuciarse. Los cinco sueños son simbólicos y de este acto de dormir para poder despertar en lo espiritual, el psicólogo Mark Epstein, en su obra “El trauma de la vida cotidiana”, nos dice lo siguiente:
«Buda estaba atento a todo lo que se presentaba en su camino, alerta a sus traumas y a su reticencia a admitir sus traumas. Despertar no implica ignorar la realidad de quienes nos rodean. Despertar implica preocuparse por los otros. Mientras soñaba, el Buda recordó la capacidad humana de relacionarse con otros. Esa recuperación hizo posible su iluminación. Los sueños le mostraron que él podía ser amable. La verdadera naturaleza a la que Buda despertó fue la relacional. Los sueños dejan claro que el despertar sería posible sólo cuando la capacidad inherente del Buda para las relaciones interpersonales pudiera impregnar toda su vida mental. La iluminación no significa liberarse de nada, quiere decir cambiar el propio marco de referencia para que todas las cosas resulten iluminadas.»
La amargura y el aburrimiento que percibimos en nosotros y en quienes nos rodean tienen una causa doble: por un lado, el culto al individualismo que caracteriza a nuestra sociedad y que poco a poco nos va alejando de los demás y, por otro lado, nuestro desinterés por el otro y por lo que a sus intereses se refiere. Nuestra sociedad, irónicamente, se jacta de poseer un conocimiento espiritual superior al de generaciones anteriores, sin embargo, eso que llaman ‘espiritualidad’ no es más que una excusa para el aislamiento, para vivir en soledad su dolor, pues la espiritualidad no consiste en apartarse de la sociedad ni en imitar la vida de los anacoretas, sino en desarrollar nuestra facultad relacional, la misma que Buda negó en un principio y por la cual su progreso interior se vio obstaculizado. ¿A qué sueño debemos entregarnos para despertar?
Se tiene la falsa idea de que el despertar espiritual consiste en una apertura de la consciencia en la que el dolor desaparece, sin embargo, es todo lo contrario. La iluminación no es un proceso en el que uno se sublima y se coloca por encima de sus semejantes, sino que, antes bien, es el reconocimiento y la conmiseración de y por las desgracias ajenas. La iluminación es la capacidad de ver la luz que reside en todas las cosas y seres que nos rodean, principalmente, en aquellas que nos son desagradables y que nos harían dudar de nuestros ideales. La iluminación no es el fin de la vida espiritual, sino más bien su principio, su inicio, la medicina que nos sanará de la amargura y del aburrimiento al otorgarnos ojos para ver la luz en todo.