11 de agosto de 2022
El mundo iluminado
La gran mayoría de las personas buscan vivir de acuerdo a su voluntad, es decir, a lo que sus deseos les dictan. ‘Yo quiero ir a…’, ‘yo quiero comer…’, ‘me gusta…’, ‘yo siento…’, ‘yo pienso…’, etcétera, todo siempre es y se hace en torno al yo, a la satisfacción de nuestros impulsos, creemos que está bien, que es ‘normal’, pues desde la primera infancia se nos enseña que debemos de ir en pos de lo que nuestros impulsos anhelan y es por ello que mientras vamos creciendo y envejeciendo reafirmamos la idea de que si no todo el mundo, al menos una parte de éste nos pertenece y que los demás, hasta cierto punto, deben de cumplir nuestras exigencias; ¿qué pasa cuando no conseguimos lo que deseamos?, nos frustramos, nos enojamos, nos sentimos abusados, pues nuestro ‘derecho’ a ser satisfechos no ha sido cumplido. Cuán equivocados estamos al creer que debemos de vivir de acuerdo a nuestra voluntad; el deseo es un acero de doble filo que pocos dominan.
A todos, desde la infancia, se nos enseña a vivir de acuerdo a nuestra voluntad, difícilmente podría ocurrir que a alguien se le aleccionara en lo contrario, es decir, a renunciar a su propia voluntad, en el entendido de una renuncia consciente, antes que por sometimiento. Cierto, la voluntad, el deseo, es la que nos hace avanzar, la que nos ayuda a sobrevivir, la que nos impulsa a aprender un oficio y a ejercer una profesión, la voluntad es un resorte que nos impide quedarnos en el suelo cuando caemos, pero la voluntad también es perniciosa cuando se abusa de ella, pues genera personalidades egoicas, es decir, individuos encerrados en la cárcel del ‘yo’, lo cual es muy habitual en nuestra sociedad, la cual le rinde un culto desmedido al ‘yo’ en todo momento. Regresando a la idea inicial, ¿sería posible vivir renunciando a la propia voluntad?
Algunos sistemas religiosos y escuelas espirituales enseñan una manera de vivir que consiste en renunciar a la voluntad propia, no sólo porque la voluntad fomenta conductas egoicas, sino, además, porque estas religiones y escuelas espirituales consideran que si hay una voluntad que debe de realizarse, es únicamente la voluntad sagrada; en este sentido, la renuncia a la voluntad propia no solamente se hace como un acto consciente y de fe, sino que también con la convicción de que la anulación del yo será en beneficio del otro y del mundo.
La idea de la renuncia a la voluntad la encontramos, por ejemplo, en la Orden de los pobres caballeros de Cristo del templo de Salomón, conocidos también como los Caballeros templarios, organización religiosa medieval que tuvo por objetivo la protección de los peregrinos en Tierra Santa y la lucha contra las doctrinas opositoras, como la de los musulmanes. La Orden del Temple, como también se le conoce, fue fundada a principios del siglo XII por Hugo de Payns y concluyó sus labores doscientos años después bajo el mando de Jacques de Molay. Ambos dirigentes
alcanzaron el grado de Gran Maestre, que fue la condecoración más alta existente en el sistema medieval templario, y coincidieron en que intentaron cumplir con su misión a partir de la renuncia a la voluntad propia en favor de la potestad divina, motivo central de las enseñanzas templarias, las cuales se conocen como la “Regla latina” y en cuyo inicio vemos la importancia de la renuncia a la voluntad; leamos el inicio de este código moral: «Nos dirigimos en primer lugar a aquellos que desprecian seguir su propia voluntad y desean servir, con pureza de ánimo, en la caballería del rey verdadero y supremo, y a los que quieren cumplir, y cumplen, con asiduidad, la noble virtud de la obediencia.»
La Orden del Temple inició con apenas nueve caballeros, Hugo de Payns fue uno de ellos. Su convicción en que eran la caballería del rey verdadero y supremo, es decir, de Cristo, no sólo los motivó a emprender incontables batallas, sino, además, a acrecentar sus filas considerablemente con otros tantos que buscaban renunciar a su voluntad en favor de la del rey verdadero. En poco tiempo, los caballeros templarios se convirtieron en una imparable fuerza bélica de élite con la que la iglesia católica aseguraba su expansión por Tierra Santa. El gran número de caballeros motivó la creación de la “Regla latina”, la cual se conforma de setenta y dos reglas que enseñan el modo adecuado de conducirse en lo religioso, en lo social y en lo militar. Además de la renuncia a la voluntad, otras ordenanzas son: practicar la oración, comer poco, guardar silencio, moderar el vestido, no tener comodidades, no hablar del pasado, ayudar a los enfermos, no enojarse, respetar a los ancianos, tener camas simples y evitar la murmuración.
En la primera ordenanza podemos leer: «Vosotros, que renunciasteis a vuestras voluntades para servir al Rey Soberano con caballos y armas…. Dios está con vosotros, porque habiendo despreciado al mundo y a los tormentos de vuestro cuerpo prometisteis tener, por amor a Dios, en poca estima al mundo; así, saciados con el divino manjar, ninguno tema la muerte. Estad prestos a vencer para llevar la divina corona.»
La Orden del Temple llegó a su final debido a una conspiración fabricada por el rey de Francia, Felipe IV, quien convenció al Papa Clemente V de que los templarios cometían actos impíos, siendo el destino de éstos, la hoguera. De los templarios podemos obtener sendas enseñanzas, como las simbólicas. La ordenanza número cuarenta y ocho dice: Arriesga tu vida por la de tu prójimo, el león busca a quien tragar, sus garras están siempre contra todos, es preciso que mates siempre a los leones». Considerando lo anterior, ¿podríamos postular que el templarismo, hoy, consistiría en asumirse como un combatiente de los vicios? ¿Es la guerra contra el mundo o contra uno mismo la que debemos asumir? ¿No será que la voluntad es ese león que debemos aniquilar? Los templarios, al menos en el terreno de lo ideal, renunciaron a sí mismos y al mundo en pos de un bien mayor, la divina corona. El mundo nos está devorando, si salimos a luchar debemos recordar que es preciso matar siempre a los leones.