25 de octubre de 2021
El mundo iluminado
Quienes háyanse, alguna vez, detenido frente al infinito abismo oceánico, con seguridad habrán notado la imposibilidad de sus aguas para repetir las mismas curvas de su oleaje, todas las olas son distintas, algunas se parecen entre sí, pero siempre hay una marca de espuma, alguna burbuja o ínfima gota que, desde su pequeñez, modifica el aspecto total del agua embravecida estrellándose contra la material orilla. Las olas son siempre distintas, por ello, podríamos pensar que nuestros días son cambiantes ondas marinas, semejantes en cierta medida, pero diferenciadas por alguna gota que rompe con su forma total, por un quiebre en nuestra cotidianidad que nos azora.
Los antiguos griegos, otra vez ellos, concebían a la naturaleza como emanaciones divinas, es decir, ellos estaban seguros de que en los animales y en las plantas, en el cielo y en el suelo, en el fuego y en el agua y en todas las demás formas de nuestra mundana mansión habitaban dioses o seres de naturaleza divina. Evidentemente el mar no es la excepción y si bien es Poseidón el dios marino por excelencia, lo cierto es que una multitud de seres divinos conformaban al líquido abismo. En el caso específico de las olas, la divinidad que las habitaba se llamaba Proteo quien, además de tener la capacidad de ver hacia el futuro, tenía el don de cambiar de forma tantas veces como su voluntad lo dictara, por eso no era fácil encontrarlo, sin embargo, había una recompensa para quien lograra hallarlo y ésta era anticiparse al presente, es decir, conocer su futuro.
El conocimiento de lo venidero, el poder de adentrarse cual profetas en lo futuro, no es más que la capacidad para descifrar los invisibles símbolos de que estamos rodeados. Generalmente, la vida nos parece hueca, semejante a un cascarón estéril cuyo interior carece del ansiado embrión, sin embargo, esto no es más que por nuestra incapacidad para entender nuestro entorno el cual, como ya dijimos, es cambiante. Sin embargo, sería equivocado de nuestra parte considerar que únicamente los días son ondas marinas irrepetibles, pues aún nosotros lo somos también, es decir, que quienes somos hoy no son como quienes fuimos ayer o seremos mañana y esto es porque la vida humana es una ola más del líquido abismo y, por ende, cambiante y efímera.
¿Pero es que entonces podemos hacer algo por nosotros sabiendo que no somos más que parte de un inmenso oleaje? ¿Será el viento que nos empuja aquello que algunos llaman ‘Dios’? ¿Por qué y cómo este inmenso océano colmó a la dimensión que hoy habitamos? Giovanni Pico della Mirandola, un filósofo italiano del siglo XV (una de las tantas olas humanas cuyo rompimiento contra la mortal orilla todavía resuena), no aborda como tal el asunto del mar y sus fugaces curvas, pero sí trata de explicar el objetivo de lo que, en términos religiosos, conocemos como ‘la Creación’; en su “Discurso sobre la dignidad del hombre’, el italiano afirma:
«Consumada la obra, deseaba el Artífice que hubiese alguien que comprendiera la razón de una obra tan grande, entonces tomó al hombre y le habló así: no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, y podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas.»
Lo anterior supone que el humano, ese proteo del que tanto hemos hablado, fue creado, de acuerdo al texto de Della Mirandola, en primer lugar para contemplar, en segundo, para comprender, y, en tercero, para elegir, ¿y qué es lo que éste elige?, la manera de conducir su oleaje, pues si bien hay un viento que nos empuja (la vida llamando a la muerte) es posible adquirir formas más o menos terribles, más o menos bellas, más o menos vacías. El espectáculo de las olas humanas es tan atrapante como el que ofrecen las ondas marinas y así como a éstas las impulsa un viento nacido del centro de altamar, son nuestros pensamientos las ráfagas que a nosotros nos mecen en tranquilas o corrientes o nos azotan hasta el fondo de las pasiones cuando adquieren la corpulencia de una tormenta. Somos olas impulsadas por el viento revuelto en nuestra cabeza y a la vez somos viento generando olas que son días, y días que son mares y mares que son gotas en la vastedad de la Creación. Aplacar las luchas internas es el único medio para apacentar las luchas externas.
Degenerarnos en bestias o regenerarnos en realidades superiores, ¿de qué depende lo uno o lo otro? Della Mirandola nos dice que de nuestra disposición a establecer tregua con nuestros enemigos, los cuales, podemos inferir después de haber conocido los vientos de nuestra mente, son el ímpetu, el furor y las pasiones, es decir, las emociones, las cuales si bien es imposible de suprimir, estamos obligados a educarlas a fin de que éstas no nos devoren, no por nada Della Mirandola las relaciona con la figura del león, mientras que, a nuestra consciencia, la asemeja al gallo que todas las mañanas canta ante el nacimiento del sol (lo divino). En este sentido y volviendo con la imagen del humano proteo condenado a cambiar de forma, si las olas son estrepitosas es más porque su forma asemeja las fauces del león, en lugar del paciente gallo esperando por el sol.
Della Mirandola nos ofrece una última imagen acuática al recordar las palabras de Zoroastro (sabia ola iluminada que vivió hace cuatro mil años): «el alma está alada y cuando pierde sus alas tiene que recuperarlas rociándolas con las aguas de la vida.» ¿Cuáles son esta aguas? Della Mirandola nos dice que son las de cuatro ríos que nacen al Norte, al Occidente, al Oriente y al Sur, a saber: la justicia, la expiación, la luz y la fe. Todos los ríos van al mar, que es el morir, ¿podremos revertir nuestro oleaje a fin de salir del mar y en busca de los cuatro ríos? Ya no somos los mismos de cuando comenzamos estas líneas y nuestro proteo sueña con rociar sus alas.